“Los hombres buenos y generosos, no crean victimas; cuidan de las victimas.”, Julian Assange

Manifiesto Russell-Einstein

De DHpedia
Saltar a: navegación, buscar
Archivo:Bertrand Russell cropped.jpg
Bertrand Russell en noviembre de 1957
Albert Einstein en 1947

El Manifiesto Russell-Einstein (en inglés: Russell–Einstein Manifesto) es un texto, titulado Una declaración sobre armas nucleares, redactado por Bertrand Russell, apoyado por Albert Einstein y dado a conocer al gran público en Londres el 9 de julio de 1955. El texto alerta sobre el peligro de la proliferación del armamento nuclear y solicitaban a los líderes mundiales buscar soluciones pacíficas a los conflictos internacionales.[1]

El Manifiesto fue firmado por once científicos e intelectuales de primera línea, el más notable de ellos Albert Einstein, unos días antes de su muerte el 18 de abril de 1955.[2]

Unos días después de ser difundido el texto, el filántropo Cyrus Eaton se ofreció a organizar y financiar una conferencia en Pugwash, Nueva Escocia (Canadá), el lugar de nacimiento de Eaton, para vincular a científicos de los dos bloques mundiales en la lucha por la paz y el desarme nuclear. Sería la primera de dichas conferencias, que se han ido celebrando cada año desde 1957.

El texto llama que políticos, científicos y el público en general aprueben el rechazo del uso de armas nucleares y la resolución pacífica de conflictos:

«Ante el hecho de que en cualquier futura guerra mundial se emplearían con certeza armas nucleares, y que tales armas amenazan la continuidad de la humanidad, instamos a los gobiernos del mundo para que entiendan, y reconozcan públicamente, que sus propósitos no podrán lograrse mediante una guerra mundial, y les instamos, en consecuencia, a encontrar medios pacíficos que resuelvan todos los asuntos de disputa entre ellos»


Texto completo del Manifiesto

Una declaración sobre armas nucleares

En la trágica situación que enfrenta la humanidad, creemos que los científicos deben reunirse en conferencia para evaluar los peligros que han surgido como consecuencia del desarrollo de armas de destrucción masiva, y para discutir una resolución en el espíritu del borrador adjunto.

Estamos hablando en esta ocasión, no como miembros de esta u otra nación, continente, o credo, sino como seres humanos, miembros de la especie Hombre, cuya existencia continuada está en duda. El mundo está lleno de conflictos; y, por encima de todos los conflictos menores, la lucha titánica entre Comunismo y Anticomunismo.

Casi todo quien es políticamente consciente tiene profundos sentimientos sobre uno o más de estos asuntos; pero queremos que ustedes, si pueden, aparten esos sentimientos y se consideren sólo como miembros de una especie biológica que ha tenido una notable historia, y cuya desaparición ninguno de nosotros puede desear.

Debemos procurar no decir ni una palabra que pueda atraer a un grupo más que a otro. Todos, igualmente, están en peligro, y, si se entiende el peligro, existe la esperanza de que podamos evitarlo colectivamente.

Tenemos que aprender a pensar de nueva manera. Tenemos que aprender a preguntarnos, no sobre las medidas que deben tomarse para asegurar la victoria militar de cualquier grupo que prefiramos, pues ya no existen tales pasos; la cuestión que nos debemos formular es: ¿qué medidas deben adoptarse para evitar una contienda militar cuyo resultado será desastroso para todas las partes?

El público en general, incluso muchos hombres en puestos de autoridad, no han imaginado lo que supondría verse envueltos en una guerra con bombas nucleares. El público en general aún piensa en términos de destrucción de ciudades. Se entiende que las nuevas bombas son más poderosas que las antiguas, y que, mientras una bomba-A pudo arrasar Hiroshima, una bomba-H podría destruir las más grandes ciudades, como Londres, Nueva York y Moscú.

No cabe duda de que en una guerra con bombas-H las grandes ciudades quedarían aniquiladas. Pero ese sería uno de los desastres menores a los que nos tendríamos que enfrentar. Si todos en Londres, Nueva York y Moscú fueran exterminados, el mundo podría, al cabo de unos pocos siglos, recuperarse del golpe. Pero ahora sabemos, especialmente tras la prueba de Bikini, que las bombas nucleares pueden expandir gradualmente su destrucción sobre una superficie mucho más amplia de lo que se había pensado.

Se asegura con excelente autoridad que puede fabricarse ahora una bomba que sería 2.500 veces más potente que la que destruyó Hiroshima. Tal bomba, si explotara cerca de la superficie o bajo el agua, enviaría partículas radiactivas a la capa superior del aire. Descenderían gradualmente e irían llegando a la superficie de la tierra como mortífero polvo o lluvia. Ese polvo fue el que afectó a los pescadores japoneses y a los peces que capturaron. Nadie conoce la amplitud con la que podrían esparcirse esas letales partículas radio-activas, pero las mejores autoridades son unánimes al decir que una guerra con bombas-H podría posiblemente señalar el final de la raza humana. Se teme que de utilizarse muchas bombas-H habría una muerte universal, inmediata sólo para una minoría, pero para la mayoría en lenta tortura de enfermedad y desintegración.

Se han formulado muchas advertencias por eminentes científicos y por autoridades en estrategia militar. Ninguno de ellos dirá que pueden asegurarse las peores expectativas. Lo que dicen es que tales resultados son posibles, y nadie puede tener la seguridad de que no se hagan realidad. No hemos encontrado aún que las opiniones de los expertos en estos asuntos dependan en ningún grado de sus posiciones políticas o prejuicios. Sólo dependen, hasta donde nuestras investigaciones han revelado, del grado de conocimiento de cada experto en particular. Hemos descubierto que los hombres que más saben son los más sombríos.

Aquí está, entonces, el problema que presentamos, crudo, horrible e ineludible: ¿Vamos a poner fin a la raza humana; o deberá renunciar la humanidad a la guerra? La gente no se plantea esta alternativa porque es muy difícil abolir la guerra.

La abolición de la guerra exigiría desagradables limitaciones de la soberanía nacional. Pero lo que impide quizá comprender la situación más que cualquier otra cosa es que el término «humanidad» suena vago y abstracto. La gente apenas se imagina que el peligro es para ellos y sus hijos y sus nietos, y no sólo para una humanidad vagamente aprehendida. Apenas se imaginan que son ellos, individualmente, y aquellos que aman quienes están en peligro inminente de perecer angustiosamente. Y por eso confían en que quizá deba permitirse que la guerra continúe siempre que sean prohibidas las armas modernas.

Esta esperanza es ilusoria. Cualesquiera acuerdos que se alcancen en tiempos de paz para no utilizar bombas-H, no se tendrán por obligatorios en tiempos de guerra, y ambas partes se pondrán a trabajar para fabricar bombas-H en cuanto estalle la guerra, porque si un bando fabricase bombas y el otro no lo hiciera, quien las fabricase resultaría inevitablemente victorioso.

Aunque un acuerdo para renunciar a las armas nucleares como parte de una reducción general de armamentos no equivalga a una solución definitiva, serviría para ciertos objetivos importantes. En primer lugar, cualquier acuerdo entre el Este y el Oeste será bueno en la medida en que tienda a disminuir la tensión. En segundo lugar, la abolición de armas termo-nucleares, si cada parte creyera que la otra la cumple con sinceridad, disminuiría el temor de un ataque repentino al estilo de Pearl Harbour, que en la actualidad mantiene a ambas partes en un estado de aprehensión nerviosa. Debemos, por tanto, dar la bienvenida a un acuerdo, aunque sólo sea como un primer paso.

La mayoría de nosotros no somos neutrales en los sentimientos, pero, como seres humanos, tenemos que recordar que, si las cuestiones entre el Este y el Oeste deben decidirse de forma que den alguna posible satisfacción a cualquiera, sea comunista o anticomunista, sea asiático, europeo o norteamericano; sea blanco o negro, tales cuestiones no deben decidirse por la guerra. Debemos desear que se entienda esto, tanto en el Este como en el Oeste.

Tenemos ante nosotros, si queremos, un progreso continuo en felicidad, conocimiento y sabiduría. ¿Elegiremos en cambio la muerte, porque no podemos olvidar nuestras disputas? Hacemos un llamamiento como seres humanos a seres humanos: recordar vuestra humanidad, y olvidar el resto. Si podéis hacerlo, está abierto el camino hacia un nuevo Paraíso; si no podéis, se muestra ante vosotros el riesgo de la muerte universal.

Resolución:

Invitamos a este Congreso, y a través suyo a los científicos del mundo y al público en general, a suscribir la siguiente resolución:

«Ante el hecho de que en cualquier futura guerra mundial se emplearían con certeza armas nucleares, y que tales armas amenazan la continuidad de la humanidad, instamos a los gobiernos del mundo para que entiendan, y reconozcan públicamente, que sus propósitos no podrán lograrse mediante una guerra mundial, y les instamos, en consecuencia, a encontrar medios pacíficos que resuelvan todos los asuntos de disputa entre ellos». Max Born Percy W. Bridgman Alberto Einstein Leopoldo Infeld Federico Joliot-Curie Germán J. Muller Lino Pauling Cecilio F. Powell José Rotblat Beltrán Russell Hideki Yukawa

Texto completo del Manifiesto en inglés

The Russell-Einstein Manifesto[3]

9 July 1955

In the tragic situation which confronts humanity, we feel that scientists should assemble in conference to appraise the perils that have arisen as a result of the development of weapons of mass destruction, and to discuss a resolution in the spirit of the appended draft.

We are speaking on this occasion, not as members of this or that nation, continent or creed, but as human beings, members of the species Man, whose continued existence is in doubt. The world is full of conflicts; and, overshadowing all minor conflicts, the titanic struggle between Communism and anti-Communism.

Almost everybody who is politically conscious has strong feelings about one or more of these issues; but we want you, if you can, to set aside such feelings and consider yourselves only as members of a biological species which has had a remarkable history, and whose disappearance none of us can desire.

We shall try to say no single word which should appeal to one group rather than to another. All, equally, are in peril, and, if the peril is understood, there is hope that they may collectively avert it.

We have to learn to think in a new way. We have to learn to ask ourselves, not what steps can be taken to give military victory to whatever group we prefer, for there no longer are such steps; the question we have to ask ourselves is: what steps can be taken to prevent a military contest of which the issue must be disastrous to all parties?

The general public, and even many men in positions of authority, have not realized what would be involved in a war with nuclear bombs. The general public still thinks in terms of the obliteration of cities. It is understood that the new bombs are more powerful than the old, and that, while one A-bomb could obliterate Hiroshima, one H-bomb could obliterate the largest cities, such as London, New York and Moscow.

No doubt in an H-bomb war great cities would be obliterated. But this is one of the minor disasters that would have to be faced. If everybody in London, New York and Moscow were exterminated the world might, in the course of a few centuries, recover from the blow. But we now know, especially since the Bikini test, that nuclear bombs can gradually spread destruction over a very much wider area than had been supposed.

It is stated on very good authority that a bomb can now be manufactured which will be 2,500 times as powerful as that which destroyed Hiroshima. Such a bomb, if exploded near the ground or under water, sends radio-active particles into the upper air. They sink gradually and reach the surface of the earth in the form of a deadly dust or rain. It was this dust which infected the Japanese fishermen and their catch of fish.

No one knows how widely such lethal radio-active particles might be diffused, but the best authorities are unanimous in saying that a war with H-bombs might quite possibly put an end to the human race. It is feared that if many H-bombs are used there will be universal death – sudden only for a minority, but for the majority a slow torture of disease and disintegration.

Many warnings have been uttered by eminent men of science and by authorities in military strategy. None of them will say that the worst results are certain. What they do say, is that these results are possible, and no one can be sure that they will not be realized. We have not yet found that the views of experts on this question depend in any degree upon their politics or prejudices. They depend only, so far as our researches have revealed, upon the extent of the particular expert’s knowledge. We have found that the men who know most are the most gloomy.

Here, then, is the problem which we present to you, stark and dreadful, and inescapable: Shall we put an end to the human race: or shall mankind renounce war?1 People will not face this alternative because it is so difficult to abolish war.

The abolition of war will demand distasteful limitations of national sovereignty.2 But what perhaps impedes understanding of the situation more than anything else is that the term “mankind” feels vague and abstract. People scarcely realize in imagination that the danger is to themselves and their children and their grandchildren, and not only to a dimly apprehended humanity. They can scarcely bring themselves to grasp that they, individually, and those whom they love are in imminent danger of perishing agonizingly. And so they hope that perhaps war may be allowed to continue provided modern weapons are prohibited.

This hope is illusory. Whatever agreements not to use H-bombs had been reached in time of peace, they would no longer be considered binding in time of war, and both sides would set to work to manufacture H-bombs as soon as war broke out, for, if one side manufactured the bombs and the other did not, the side that manufactured them would inevitably be victorious.

Although an agreement to renounce nuclear weapons as part of a general reduction of armaments3 would not afford an ultimate solution, it would serve certain important purposes. First: any agreement between East and West is to the good in so far as it tends to diminish tension. Second: the abolition of thermo-nuclear weapons, if each side believed that the other had carried it out sincerely, would lessen the fear of a sudden attack in the style of Pearl Harbour, which at present keeps both sides in a state of nervous apprehension. We should therefore welcome such an agreement, though only as a first step.

Most of us are not neutral in feeling, but, as human beings, we have to remember that, if the issues between East and West are to be decided in any manner that can give any possible satisfaction to anybody, whether Communist or anti-Communist, whether Asian or European or American, whether White or Black, then these issues must not be decided by war. We should wish this to be understood both in the East and in the West.

There lies before us, if we choose, continual progress in happiness, knowledge, and wisdom. Shall we, instead, choose death, because we cannot forget our quarrels? We appeal, as human beings, to human beings: Remember your humanity, and forget the rest. If you can do so, the way lies open to a new Paradise; if you cannot, there lies before you the risk of universal death.

Resolution:

We invite this Congress, and through it the scientists of the world and the general public, to subscribe to the following resolution:

“In view of the fact that in any future world war nuclear weapons will certainly be employed, and that such weapons threaten the continued existence of mankind, we urge the governments of the world to realize, and to acknowledge publicly, that their purpose cannot be furthered by a world war, and we urge them, consequently, to find peaceful means for the settlement of all matters of dispute between them.”

Signatories:

Max Born
Percy W. Bridgman
Albert Einstein
Leopold Infeld
Frederic Joliot-Curie
Herman J. Muller
Linus Pauling
Cecil F. Powell
Joseph Rotblat
Bertrand Russell
Hideki Yukawa

Artículos relacionados

Referencias

Enlaces externos